No aparece en lo vertiginoso del día, ni en una función litúrgica, tampoco se trata de un sueño o una visión, nos aclara la nota de la Biblia de Jerusalén (Nota al capitulo 3: “Primera revelación que consagra a Samuel como profeta, v 20. no se trata de un sueño, ya que la voz despierta a Samuel, ni de una «visión» más que en un sentido amplio, porque Samuel no ve a Yahveh, únicamente lo oye.”). Dios llama. El contexto de esta llamada es la intimidad del lecho, imagen que el mismo Jesús destaca y que en muchos salmos recitamos. El autor del relato quiso identificar el mismo con el “santuario”.
También es “la noche” (“Samuel siguió acostado hasta la mañana...”), la misma “noche” que encontró a María Magdalena camino al sepulcro de un Jesús Resucitado, o a los discípulos de Emaús acompañados por un “forastero” que les hablaba.
¿Pero cómo reconocer su voz si antes nunca le había sido revelada la palabra del Señor? Samuel responde «¡Aquí estoy!» pero no es Elí quien lo llama. ¿Cómo reconocer la voz de Dios sin quien nos oriente a descubrir que lo que sentimos en la intimidad de nuestro lecho, en la “oscuridad” de nuestra vida, ayer mi adolescencia, hoy mi juventud, es precisamente la voz de Dios? En el lecho confluye la vida: las preocupaciones cotidianas, los sueños, los desvelos, los temores y angustias, los deseos, las alegrías. ¿Cómo reconocer precisamente allí la voz de Yahveh? Cuando en nuestra vida la noche parece cobrar mayor oscuridad, ¿tendremos a quienes nos hagan reconocer la voz de Dios que nos llama?
año 2006
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